Y las calles de la ciudad llevan galas intergalácticas y disfraces de luciérnagas.
Pronto el cielo del centro será una gran pantalla opaca donde el reflejo de nuestra vanidad fosforescente y hortera forme una aurora boreal de fuegos de artificio.
Porque ya hay lugares bajo tierra más luminosos que el sol.
Y más ruidosos que el llanto de cientos de bebés.
Y a mí se me antoja que, aunque llore de dolor, la tierra nos mira como cuando un niño se observa y toquetea orgulloso una herida en la rodilla.
El problema es que ni niño ni orgullo.
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